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jueves, 10 de noviembre de 2011

Capítulo último (16)

-Bueno, Gath, has hecho muchos progresos últimamente. Te veo muy feliz.

-Sí. Todo empieza a ir bien. He encontrado trabajo.

-¿En serio? Qué bien, Gathy, ¿conseguiste ese papel en Chicago?

-Sí - reí -. El embarazo va muy bien, la semana que viene tengo cita en el ginecólogo.

-¿Y qué tal te va con tu madre? ¿Has hablado más con ella?

-Bueno,  no mucho... Sigue tan fría como la útlima vez. Desde que salimos del hospital ya no es la misma. A penas come, y cuando le dije que estoy embarazada a penas reaccionó. Soltó un "ah" y se fue de la habitación.

-Piensa que para tu madre ha sido muy difícil.

-Lo sé.

Bajé la mirada, y noté las lágrimas asomándose a mis ojos. Me las sequé con la manga antes de que brotaran.

-No te reprimas. Si quieres llorar, llora.

-Está bien.

Sonrió. Miré por la ventana para relajarme. Entonces lo vi. Lo vi. Lo vi y no pude dar crédito. No podía, no quería creerlo.
El doctor Melson siguió la dirección de mi mirada. Se giró, y el también lo vio.

-Oh, qué hijo de puta - soltó.

Las lágrimas contenidas empezaron a brotar. Un torrente salado que corría por mis mejillas. Cerré los ojos, intentando borrar la imagen de mi mente. Pero permanecía, viva en mi mente. Mark. Mark. Mark, en la calle. Mark, con una chica. Mark, besándola.
En esa fracción de segundo pude notar esa... esa pasión que los desbordaba. Los sentimientos que fluían en ese beso, todo el amor que había contenido en esa dulce y dolorosa danza. Y conseguí darme cuenta, sin necesitar otra ojeada, que yo ya no era nada. Si alguna vez lo fui, ya no era así. Y me sentí muerta por dentro. Muerta, de nuevo.
Abrí los ojos, horrorizada. A penas vi al doctor Melson salir disparado por la puerta, y ni siquiera me fijé en él, a través de la ventana, gritándole a Mark.
Sólo volvi a tener consciencia de mi alrededor cuando entró, agitado, y se sentó enfrente de mí. Sin saber qué decir, con la mirada desorbitada.

-No lo puedo creer - murmuró - Que hijo de puta.

Me levanté, temblando.

-Debería irme a casa - dije con la voz quebrada.

-Te llevo.

No reaccioné. Simplemente caminé hacia mi coche. Me senté en el asiento del acompañante y cerré los ojos, repentinamente agotada.

-Por favor llévame a casa de mi madre... - solté un suspiro en cuanto el doctor se sentó.

Asintió, y encendió el coche. Me quedé dormida entre ríos de lágrimas.
Desperté en la cama de mi madre, deducí que había sido el doctor, que me llevó allí. Me levanté y conseguí arrastrarme hasta la cocina.

-Ágatha - dijo mi madre al verme -, ¿estás bien?

Me encogí de hombros. Se acercó y me abrazó, por primera vez en mucho, muchísimo tiempo.

-¿Qué voy a hacer con el bebé, mamá? - pregunté, desesperada.

-Lo vamos a cuidar, cariño - dijo entre sollozos - Las dos juntas, ¿vale?

Asentí. Entonces me pregunté por qué, por qué todo este sufrimiento. ¿Por qué, papá?
Volví a sentir esa desesperante necesidad de morir, esa silenciosa petición de mi adolorido corazón de dejar de sufrir, de dejar de sentir. La tentación era grande. Tan fácil, podría ser tan fácil...
No cometería el error de la última vez. Sería mucho más fácil. Simplemente abrir el gas, y dejar que me durmiera en un letal sueño. Sí, esa idea era atractiva. Pero entonces noté un tirón, un leve tirón hacia la vida: mi bebé. Él merecía vivir.
Sí, la muerte podía esperar. Porque si la muerte tiene alguna virtud, es la paciencia.